El curador en la Biblioteca

Relato en la voz de la autora.



Publicado en: Andrea V. Luna y Gema Lutgarda. ALGUNAS GOTAS DE SANGRE Y UN PAR DE TACONES. Buenos Aires, Hesíodo, 2016. Todos los derechos reservados. Compartir solo citando la fuente. www.instagram.com/andreavluna www.facebook.com/andreavlunaescritora www.tweeter.com/andreavluna_

Texto completo:


El curador en la Biblioteca


Andrea V. Luna


Era raro. Necesariamente, a los ojos de la mayoría, era raro. No podía ser de otra manera con semejante trabajo. No es que fuera algo fúnebre ni que hiciera fluir el morbo de los demás, sino que, simplemente, era tedioso. Ser curador de libros parecía, así, sin más, la profesión más aburrida del mundo. Metido todo el santo día entre las estanterías abarrotadas de olor a papel húmedo, moho y polvo, andaba siempre con paso lento dando a cada movimiento una impronta de solemne altivez. No es que paseara, no, sino que escrutaba con ojos entrenados cada uno de los tesoros escondidos en los pasillos revisando cuánto daño les había causado la polución o los dedos torpes de los incontables lectores que, a lo largo de la historia de la Biblioteca, los habían terminado por desgastar; detectaba el nivel de gravedad y, si lo consideraba necesario, se lo llevaba al taller para iniciar la larga y meticulosa curación.
Algunos dirían que era un ratón de biblioteca, tal vez, al fin y al cabo, lo fuera. El licenciado Tarsicio Rorts era un Curador, pero no EL Curador… ese puesto, lo ocupaba desde hacía muchos años una arpía desdeñosa que había tenido el “tupé” de ganarle el puesto. Le tenía algo más que bronca. Lo suyo, era algo muy parecido a un odio profundo, nacido de las entrañas y que su propia mente no lograba dominar del todo. Sabía que era una estupidez garrafal, pero no podía evitarlo. La contienda había sido justa, ella había presentado más y mejores credenciales que él y eso le había bastado para ocupar el puesto que él anhelaba con todo su corazón, con todo su ser. Pero eso ya no importaba: ya no había nada que hacer al respecto. Ahora solo deseaba que nadie le entorpeciera el sereno transcurrir de sus días: de alguna manera, no se molestaban. Solamente él se permitía, de vez en cuando, envidiar el contacto con los más preciados libros que guardaban en el Thesaurus al que ella tenía el privilegio de acceder con absoluta libertad: consentirse con los incunables lo era todo para él. Se deleitaba imaginándose con el olor a pergamino impregnando su ropa o entrecerrando los ojos para apreciar mejor la delicadeza de alguna licencia caligráfica o palpar las texturas añosas con morboso placer.

Un día ocurrió lo impensado: ella faltó al trabajo. Y al siguiente, y otro día más… tal vez estuviera enferma: no es que eso le importara, claro… o sí. Esbozó una sonrisa maliciosa y se encogió de hombros mientras comprobaba la suavidad de las cerdas del delicado pincel que utilizaría para comenzar a retirar el moho que había invadido un ejemplar de 1895, rescatado de las telarañas de una biblioteca escolar que había sido demasiado descuidada. Se colocó el barbijo y los guantes. Con suma precisión y habitual diligencia trabajó en el viejo libro como si estuviera adorando alguna deidad mítica olvidada por el trajín del presente. Estaba absorto en su labor, demasiado: las horas pasaron sin que se hubiera percatado de ello, hasta que una terrible idea hizo que se pusiera de pie con violencia inusitada… ¿Quién estaba cuidándolos libros que ella había abandonado?
—¡No! No, no, no, no…
Se quitó las gafas y los guantes, ordenó todo y salió de su estrecha oficina rumbo a la del director en la planta baja. No se dio tiempo de esperar el ascensor, sino que subió casi corriendo los dos pisos por la escalera. Se detuvo jadeando frente a la puerta y solo golpeó cuando sintió que estaba listo para efectuar su planteo.
—Tarsicio —dijo el otro—. Me alegra que vinieras: me ahorraste una visita al subsuelo… ya sabes, por mis alergias.
Sí, sabía: él también tenía alergias, sin embargo…
—¿Ocurre algo? —Preguntó con su mejor entonación diplomática.
—Sí. Habrás notado que la Srta. Santoro ha inasistido a su puesto de trabajo en los últimos diez días. Bien, lo ha hecho sin presentar ningún tipo de licencia; de hecho, ni siquiera ha avisado por teléfono. Así que, lamentablemente, me he visto en la obligación de… ejem… de desplazarla.
Tarsicio Rorts no podía creer lo que estaba escuchando. El corazón le dio un vuelco. “Me da algo”, pensó.
—Como te imaginarás —prosiguió el Director—, la persona lógica para ocupar su puesto eres tú. ¿Qué dices? ¿Lo quieres?
—Por supuesto —afirmó lacónicamente, conteniendo un grito de felicidad que lo habría hecho quedar muy mal. ¿Cómo no iba a quererlo? Si siempre debió ser suyo… Sintió algo más que un golpe de suerte. Temblaba, pero siguió controlando la emoción todo lo que pudo mientras permaneció en la oficina revisando el nuevo contrato, repasando sus actuales obligaciones, oyendo instrucciones… obteniendo las llaves del Tesoro… Thesaurus, Thesaurus. ¿Qué le costaba?
Solo cuando puso un pie en el pasillo y cerró la puerta tras sí se permitió volver a respirar con normalidad. Serenándose a duras penas para no salir saltando y gritando, caminó los pocos pasos que lo llevarían hasta su nuevo despacho, justo al lado del que ahora sería SU lugar. Colocó la llave en la cerradura y… nada, no hizo nada: simplemente no entró, sino que fue directamente a cumplir su sueño dorado. Tecleó la contraseña de acceso que acababa de aprenderse de memoria, y entró.

La emoción le confundió los sentidos. Por un instante, creyó que el aroma del papel antiquísimo subía arremolinado en tintes ocres hasta el ventiluz más alto, jugueteando en su camino entre los anaqueles y vidrieras termoselladas. Creyó ver que la tinta se liberaba de los pliegos, y las letras subían y bajaban en una danza mágica y sempiterna. Caminó buscando no interrumpir la hipnótica visión en la que se veía inmerso. Por un instante, creyó que pestañear sería una acción hereje, inmerso como estaba en aquella atmósfera sublime, y no deseaba de ninguna manera, perder el Edén tan deseado.
Un sonido lo sacó de su ensimismamiento. No era el lógico tictac de algún reloj, ni nada esperable en una sala tan selecta como aquella. Sin desearlo demasiado, cerró los ojos para prestar mayor atención: nadie podría evitar sucumbir a la curiosidad en un lugar como ese. Pronto, fue capaz de descubrir el lugar de origen y percibir que, extrañamente, el sonido parecía más un murmullo que salmodiaba alguna rara y antiquísima alabanza. Se palmeó ambas mejillas buscando despertar de la somnolencia en la que se había sumido. Recorrió con cierta timidez los pasillos, maravillado por la imponencia de cada ejemplar que se exhibía con el desparpajo y la altivez de saberse único e irrepetible. Un aroma que no debió estar allí le causó un picor incómodo en la nariz. ¿Qué sería? Frunció el entrecejo: ¿Qué hacía allí una cartera de dama? Siguió andando hasta que sus pies y sus ojos muy abiertos no le permitieron seguir avanzando.
—¡Un grimorio! —Exclamó sin poderse contener. No sabía si asustarse por ello y comenzar a rezar o rendirse a sus pies y venerarlo. Por segunda vez, el murmullo pobló la atmósfera que lo rodeaba trayendo consigo aquel aroma penetrante y extraño. El rigor magnético que lo anclaba le dio tregua y consiguió seguir avanzando. Los pies se movían sin él, sin que su mente les indicara a dónde ir. En la constante dubitativa de sus pasos, algo ocurrió: dio un resbalón que le hizo perder el equilibrio. No cayó de milagro, pero semejante movimiento le hizo cambiar la perspectiva de lo que tenía alrededor: por primera vez, había visto el piso.

—¡Ah! —Ahogó un grito en la garganta. Debajo de sus pies y salpicando sus zapatos de cuero negro, un reguero de sangre enrojecía los añosos baldozones marmolados. Jadeando y con el corazón desbocado, decidió seguir el rastro. Un paso, dos, tres… o infinitos; no supo cuántos. El murmullo crecía con cada centímetro que lograba avanzar. El espeluznante camino se detuvo frente a una mesilla en la que descansaba, fuera de su necesario lugar de guarda y conservación, un libro abierto en sus últimas hojas, cuyas páginas estaban completamente en blanco. Violando cuanto protocolo se le vino a la mente, lo levantó apenas por el lado izquierdo y se agachó para observar mejor la portada. ”Bestiarius”, leyó. Las yemas de sus dedos desnudos recorrieron los folios, acariciándolos con embelesamiento sublime y devota pasión. Las sensaciones de su cuerpo se encaminaban a convertirse en excitación orgiástica, en el mismo deleite con el que acariciaba a su amante. Observaba los nombres y las ilustraciones hechas a pluma y tinta con pasmoso realismo, deteniéndose en los detalles y en la magnificencia del arte de su autor. No había un orden, pero sí un sustento. La penúltima página le causó horror. “Arpía Desdeñosa”, decía el título en una caligrafía exquisita, antigua y sobrecargada de ornamentos; y, donde debía estar la ilustración del monstruo, el dibujo mostraba con desesperante precisión, la figura casi fotográfica de la Srta. Santoro. Un terror pánico se apoderó de su cuerpo haciéndolo temblar de manera descontrolada cuando, sin desearlo él, su mano volteó la hoja para encontrarse con una página casi en blanco que únicamente decía: “Ratón de Biblioteca”. Sin más, sus dedos ya no pudieron desprenderse del papel y comenzaron a fusionarse con el ejemplar maldito, deshaciendo a Tarsicio Rorts célula por célula y transformándolo, para toda la eternidad, en un objeto de estudio más para el próximo curador.

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