Era raro. Necesariamente, a los ojos de la mayoría, era raro. No podía
ser de otra manera con semejante trabajo. No es que fuera algo fúnebre ni que
hiciera fluir el morbo de los demás, sino que, simplemente, era tedioso. Ser
curador de libros parecía, así, sin más, la profesión más aburrida del mundo.
Metido todo el santo día entre las estanterías abarrotadas de olor a papel
húmedo, moho y polvo, andaba siempre con paso lento dando a cada movimiento una
impronta de solemne altivez. No es que paseara, no, sino que escrutaba con ojos
entrenados cada uno de los tesoros escondidos en los pasillos revisando cuánto
daño les había causado la polución o los dedos torpes de los incontables
lectores que, a lo largo de la historia de la Biblioteca, los habían terminado
por desgastar; detectaba el nivel de gravedad y, si lo consideraba necesario,
se lo llevaba al taller para iniciar la larga y meticulosa curación.
Algunos dirían que era un ratón de biblioteca, tal vez, al fin y al
cabo, lo fuera. El licenciado Tarsicio Rorts era un Curador, pero no EL
Curador… ese puesto, lo ocupaba desde hacía muchos años una arpía desdeñosa que
había tenido el “tupé” de ganarle el puesto. Le tenía algo más que bronca. Lo
suyo, era algo muy parecido a un odio profundo, nacido de las entrañas y que su
propia mente no lograba dominar del todo. Sabía que era una estupidez garrafal,
pero no podía evitarlo. La contienda había sido justa, ella había presentado
más y mejores credenciales que él y eso le había bastado para ocupar el puesto
que él anhelaba con todo su corazón, con todo su ser. Pero eso ya no importaba:
ya no había nada que hacer al respecto. Ahora solo deseaba que nadie le entorpeciera
el sereno transcurrir de sus días: de alguna manera, no se molestaban.
Solamente él se permitía, de vez en cuando, envidiar el contacto con los más
preciados libros que guardaban en el Thesaurus al que ella tenía el
privilegio de acceder con absoluta libertad: consentirse con los incunables lo
era todo para él. Se deleitaba imaginándose con el olor a pergamino impregnando
su ropa o entrecerrando los ojos para apreciar mejor la delicadeza de alguna
licencia caligráfica o palpar las texturas añosas con morboso placer.
Un día ocurrió lo impensado: ella faltó al trabajo. Y al siguiente, y
otro día más… tal vez estuviera enferma: no es que eso le importara, claro… o
sí. Esbozó una sonrisa maliciosa y se encogió de hombros mientras comprobaba la
suavidad de las cerdas del delicado pincel que utilizaría para comenzar a
retirar el moho que había invadido un ejemplar de 1895, rescatado de las
telarañas de una biblioteca escolar que había sido demasiado descuidada. Se
colocó el barbijo y los guantes. Con suma precisión y habitual diligencia
trabajó en el viejo libro como si estuviera adorando alguna deidad mítica
olvidada por el trajín del presente. Estaba absorto en su labor, demasiado: las
horas pasaron sin que se hubiera percatado de ello, hasta que una terrible idea
hizo que se pusiera de pie con violencia inusitada… ¿Quién estaba cuidándolos
libros que ella había abandonado?
—¡No! No, no, no, no…
Se quitó las gafas y los guantes, ordenó todo y salió de su estrecha
oficina rumbo a la del director en la planta baja. No se dio tiempo de esperar
el ascensor, sino que subió casi corriendo los dos pisos por la escalera. Se
detuvo jadeando frente a la puerta y solo golpeó cuando sintió que estaba listo
para efectuar su planteo.
—Tarsicio —dijo el otro—. Me alegra que vinieras: me ahorraste una
visita al subsuelo… ya sabes, por mis alergias.
Sí, sabía: él también tenía alergias, sin embargo…
—¿Ocurre algo? —Preguntó con su mejor entonación diplomática.
—Sí. Habrás notado que la Srta. Santoro ha inasistido a su puesto de
trabajo en los últimos diez días. Bien, lo ha hecho sin presentar ningún tipo
de licencia; de hecho, ni siquiera ha avisado por teléfono. Así que,
lamentablemente, me he visto en la obligación de… ejem… de desplazarla.
Tarsicio Rorts no podía creer lo que estaba escuchando. El corazón le
dio un vuelco. “Me da algo”, pensó.
—Como te imaginarás —prosiguió el Director—, la persona lógica para
ocupar su puesto eres tú. ¿Qué dices? ¿Lo quieres?
—Por supuesto —afirmó lacónicamente, conteniendo un grito de felicidad
que lo habría hecho quedar muy mal. ¿Cómo no iba a quererlo? Si siempre debió
ser suyo… Sintió algo más que un golpe de suerte. Temblaba, pero siguió
controlando la emoción todo lo que pudo mientras permaneció en la oficina
revisando el nuevo contrato, repasando sus actuales obligaciones, oyendo
instrucciones… obteniendo las llaves del Tesoro… Thesaurus, Thesaurus. ¿Qué le costaba?
Solo cuando puso un pie en el pasillo y cerró la puerta tras sí se
permitió volver a respirar con normalidad. Serenándose a duras penas para no
salir saltando y gritando, caminó los pocos pasos que lo llevarían hasta su
nuevo despacho, justo al lado del que ahora sería SU lugar. Colocó la llave en
la cerradura y… nada, no hizo nada: simplemente no entró, sino que fue
directamente a cumplir su sueño dorado. Tecleó la contraseña de acceso que
acababa de aprenderse de memoria, y entró.
La emoción le confundió los sentidos. Por un instante, creyó que el
aroma del papel antiquísimo subía arremolinado en tintes ocres hasta el
ventiluz más alto, jugueteando en su camino entre los anaqueles y vidrieras
termoselladas. Creyó ver que la tinta se liberaba de los pliegos, y las letras
subían y bajaban en una danza mágica y sempiterna. Caminó buscando no
interrumpir la hipnótica visión en la que se veía inmerso. Por un instante,
creyó que pestañear sería una acción hereje, inmerso como estaba en aquella
atmósfera sublime, y no deseaba de ninguna manera, perder el Edén tan deseado.
Un sonido lo sacó de su ensimismamiento. No era el lógico tictac de
algún reloj, ni nada esperable en una sala tan selecta como aquella. Sin
desearlo demasiado, cerró los ojos para prestar mayor atención: nadie podría
evitar sucumbir a la curiosidad en un lugar como ese. Pronto, fue capaz de descubrir
el lugar de origen y percibir que, extrañamente, el sonido parecía más un
murmullo que salmodiaba alguna rara y antiquísima alabanza. Se palmeó ambas
mejillas buscando despertar de la somnolencia en la que se había sumido.
Recorrió con cierta timidez los pasillos, maravillado por la imponencia de cada
ejemplar que se exhibía con el desparpajo y la altivez de saberse único e
irrepetible. Un aroma que no debió estar allí le causó un picor incómodo en la
nariz. ¿Qué sería? Frunció el entrecejo: ¿Qué hacía allí una cartera de dama?
Siguió andando hasta que sus pies y sus ojos muy abiertos no le permitieron
seguir avanzando.
—¡Un grimorio! —Exclamó sin poderse contener. No sabía si asustarse por
ello y comenzar a rezar o rendirse a sus pies y venerarlo. Por segunda vez, el
murmullo pobló la atmósfera que lo rodeaba trayendo consigo aquel aroma
penetrante y extraño. El rigor magnético que lo anclaba le dio tregua y
consiguió seguir avanzando. Los pies se movían sin él, sin que su mente les
indicara a dónde ir. En la constante dubitativa de sus pasos, algo ocurrió: dio
un resbalón que le hizo perder el equilibrio. No cayó de milagro, pero
semejante movimiento le hizo cambiar la perspectiva de lo que tenía alrededor:
por primera vez, había visto el piso.
—¡Ah! —Ahogó un grito en la garganta. Debajo de sus pies y salpicando
sus zapatos de cuero negro, un reguero de sangre enrojecía los añosos
baldozones marmolados. Jadeando y con el corazón desbocado, decidió seguir el
rastro. Un paso, dos, tres… o infinitos; no supo cuántos. El murmullo crecía
con cada centímetro que lograba avanzar. El espeluznante camino se detuvo
frente a una mesilla en la que descansaba, fuera de su necesario lugar de
guarda y conservación, un libro abierto en sus últimas hojas, cuyas páginas
estaban completamente en blanco. Violando cuanto protocolo se le vino a la
mente, lo levantó apenas por el lado izquierdo y se agachó para observar mejor
la portada. ”Bestiarius”, leyó.
Las yemas de sus dedos desnudos recorrieron los folios, acariciándolos con
embelesamiento sublime y devota pasión. Las sensaciones de su cuerpo se
encaminaban a convertirse en excitación orgiástica, en el mismo deleite con el
que acariciaba a su amante. Observaba los nombres y las ilustraciones hechas a
pluma y tinta con pasmoso realismo, deteniéndose en los detalles y en la
magnificencia del arte de su autor. No había un orden, pero sí un sustento. La
penúltima página le causó horror. “Arpía Desdeñosa”, decía el título en una
caligrafía exquisita, antigua y sobrecargada de ornamentos; y, donde debía
estar la ilustración del monstruo, el dibujo mostraba con desesperante
precisión, la figura casi fotográfica de la Srta. Santoro. Un terror pánico se
apoderó de su cuerpo haciéndolo temblar de manera descontrolada cuando, sin
desearlo él, su mano volteó la hoja para encontrarse con una página casi en
blanco que únicamente decía: “Ratón de Biblioteca”. Sin más, sus dedos ya no
pudieron desprenderse del papel y comenzaron a fusionarse con el ejemplar
maldito, deshaciendo a Tarsicio Rorts célula por célula y transformándolo, para
toda la eternidad, en un objeto de estudio más para el próximo curador.
Atrévete a leer Realismo Fantástico... Solo aquí descubrirás que la realidad es más de lo que parece…
Pasión por la Literatura Fantástica.
¿Qué es el Fantástico? Bien, lo Fantástico radica en la “vacilación común al lector y al personaje, que deben decidir si lo que perciben proviene o no de la “realidad”, tal como existe para la opinión corriente” (tales las palabras de Tzventan Todorov). La duda, entonces, es lo que define al género… tomar una decisión sobre la naturaleza de los acontecimientos (realidad, sobrenaturalidad) es salirse de sus parámetros y adentrarse en algo, como se dijo, bastante diferente.
¿Qué me inspira? No hay nada específico: un sentimiento, una idea, algo que decir... hasta una apuesta con mis alumnos terminó en una poesía hecha con ellos que a mí me gusta mucho y estaba basada en una imagen... puede ser un paisaje... no sé, ¡un beso! En general, es la necesidad de expresarse que te mueve el alma desde adentro... y crece hasta que explota en mil ideas... Me gusta jugar con las palabras y ver cómo suenan, cómo se modelan, aunque a veces se pongan algo ariscas y me cueste escaparme de las cacofonías con las que se encaprichan: ritmo y cadencia también son parte de la narrativa.
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