- Presentación en la Universidad Nacional de La Plata - (De) codificando "De joyas y guerreros, la saga". Apostillas.
Evento en Facebook para preguntas y comentarios. Posiblemente, haya la posibilidad de hacerlo en vivo:
De joyas y guerreros, la saga.
Apostillas.
Por Andrea V. Luna
Seguramente
este escrito termine siendo un caos, pero no es algo que me preocupe demasiado,
por ahora; y es que considero que todo hecho comunicativo comienza siéndolo: una
mélange indefinida de ideas sueltas y palabras danzantes que parecen
nunca alcanzar para expresarlas. Por suerte o como efecto de un entrenamiento
adecuado, nuestro cerebro procesa, casi al instante, las diferentes variables
léxicas, gramaticales, sintácticas, semánticas, estilísticas, etc. que nos
permitirán armar la frase que consideramos más apropiada para tal o cual
momento y que mostrará nuestro nivel de adaptación al mismo. Hasta allí, el
campo de estudio preferido por los psicolingüistas. Disiento en que el hecho
literario les pertenezca también, puesto que la Psicolingüística busca respuestas
al dilema de la adquisición y utilización del lenguaje, y no creo que la
producción de Literatura pueda tenerlas.
En
este sentido, consideremos cuántas definiciones de Literatura rondan en nuestras cabezas: ¿dos, seis, diez?
¿Más, tal vez? Todorov, Kant, Jakobson, Borges, Piglia… “Literatura es todo
aquello que se lee como Literatura” sentenció un profesor en mi primera clase
en el viejo edificio de la Facultad[1]. Teóricos
y autores no se ponen de acuerdo en si es un arte, un juego, una función
psicológica…o, tal vez, una patología. Y está muy bien que sea así. Porque
acaso haya tantas definiciones de Literatura como lectores, escritores y
teóricos encontremos en la historia humana. Ficción o no ficción, compromiso
social, placer estético o necesidad testimonial, la Literatura se yergue al
frente de esas emociones palpitantes e inexplicables que producen placer o no, armonía
o no pero sí una necesidad inexplicable de querer siempre más.
En
medio de la enorme versatilidad del hecho literario, de la teoría, de la
crítica, de la hermenéutica y de la semiótica, se encuentran el escritor y su
mundo interior.
Desde
adentro.
Debo
admitir algo: odié mucho a una profesora de la carrera (obviamente, no la
mencionaré aquí ni a la materia que dictaba) el día que nos pidió hacer un
trabajo extravagante… ella lo llamaba “La cocina literaria”. En él teníamos que
plasmar el procedimiento, la “parte de atrás”, el cómo habíamos realizado una
monografía. Por supuesto, no estuve de acuerdo con ello: si lo hubiera llamado
“la cocina investigativa” todo bien, pero eso de “literaria” me hacía ruido
porque me significaba un proceso de escritura más asociado a la producción,
justamente, de un texto literario y no a otra cosa. De alguna manera, eso
intento hacer ahora.
[...]
¿Por
qué escribir una novela? Supongo que por necesidad argumentativa. Me explico:
Hasta
ese momento me definí siempre como cuentista y, muy ocasionalmente, exploraba
la poesía. Sin embargo, entrando en el juego de “¿Qué pasaría si…?” descubrí
algo aterrador: el argumento que había imaginado no cabía en un cuento. Por
supuesto, lo primero que se siente (al menos eso es lo que yo sentí) es
frustración. Y la razón es simple: uno cree que no será capaz de estar a la
altura de lo que se espera: y eso no significa solamente poder contar una
historia sino hacerlo de un modo apropiado, de la manera que los demás, y que
uno mismo, esperan. ¿Por qué? Porque supuestamente uno se ha formado para eso.
El conocimiento de las diferentes técnicas literarias, de los géneros, de los
estilos, de la dialéctica y una larga lista de extras es invaluable… pero también
conlleva un gran riesgo, porque trae consigo un bagaje teórico muy grande, muy
de élite, pero la teoría no es la práctica: haber estudiado mucho no convierte
a nadie en el escritor que desea ser.
Cuando
las ideas, la inspiración o las Musas de los poetas nos atacan sin control
pueden pasar solo dos cosas: que huyamos de ellas o que les hagamos frente. Yo
opté por lo segundo. Entonces, demasiados años de estudio y de enseñanza
terminaron siendo nada; porque, a veces, solo sirven para entorpecer las cosas.
¿Cómo iba a hacer un plan de trabajo con una idea que siempre iba fluctuando?
Lo intenté, de verdad lo hice… pero lo deseché casi de inmediato porque me
había dado cuenta de algo importante: el fantástico, planteado como yo quería,
no admite ataduras. Por lo tanto, hice algo impensado: traté de no intervenir y
dejé que los propios personajes fueran los arquitectos de su propio destino. Me
había dado cuenta de otra cosa: yo no había pensado un argumento, sino que
había dejado nacer primero a los personajes y las relaciones interpersonales
entre ellos.
La
idea original fue concebida para Pedro Nampëlkan y sir William de Stonestep y
qué ocurriría con semejante encuentro: ¿un mapuche renegado del s. XXI y un
caballero inglés del s. XVII que buscaba a su dama? Yo pensé en un cuento,
lógicamente, pero ellos decidieron con quiénes querían andar la ruta de su
propio argumento y sus intrincados mundos interiores. Sin que me diera cuenta,
habían dictaminado mi orientación hacia el realismo fantástico en una novela
que, después de todo, les quedó chica.
Realidad,
fantasía y verosimilitud: La metalepsis como necesidad narrativa.
Tzventan
Todorov define a la literatura fantástica como aquella cuya explicación oscila
entre la realidad y la sobrenaturalidad y que, por lo tanto, está en un
delicado equilibrio; tanto como lo pueda ser ese momento de duda del lector. Otras
definiciones hablan de la irrupción poco factible de un hecho inexplicable en
nuestra cotidianeidad. Todas, a su modo, son definiciones correctas. Sin
embargo, hay más: el realismo mágico tan nuestro como el chocolate, no cuadra
en estas enunciaciones simplemente porque toma ese hecho sobrenatural como algo
inherente a la naturaleza del continente americano. Una magia que nace y fluye
y se describe como hechos y cosas pero siempre desde afuera de los personajes
porque lo central pasa a ser el escenario en el que se mueven. Por allí rondan
Carpentier, Lezama Lima, Rulfo, García Márquez y tantos más, y lo hacen de una
manera magistral, por cierto, pero yo no podría atarme a esas reglas. De hecho,
no puedo atarme a ninguna. Por lo tanto,
cuando me preguntan si escribo realismo mágico respondo simplemente que no.
Dije
antes que lo mío era más un género mixto que se denomina “realismo fantástico”.
Esto es, tomar la realidad que nos rodea, plasmarla con el mayor tinte de
realismo posible y, en ella, insertar un acontecimiento que los personajes no
puedan explicar ni por la razón ni por el conocimiento académico, sino que la
situación empírica en la que se ven inmersos los lleva a buscar otros rumbos, a
simple vista, irreales aunque ellos mismos no puedan aceptarlos ni estén
dispuestos a hacerlo. En este caso, y como ya he mencionado varias veces, los
personajes son centrales… por lo pronto, sus vivencias, sus creencias y sus
sentimientos son los que prevalecen en el relato y lo llevan adelante. Es por
esto mismo, que mis textos abundan en cambios (a veces abruptos): pasan de una
primera persona a otra, luego van a un narrador en tercera persona que termina
siendo fingido, y entran en el juego con los sentimientos y sensaciones del
lector. Por eso aparecen, distintas variantes discursivas como irrupciones
líricas, fragmentos de investigaciones teóricas, mensajes de texto, y entradas
del Archivo General de Indias entre otras. De alguna manera, cada
acontecimiento nos dice cómo quiere ser contado… cada momento del hecho
literario, nos indica, también, cómo quiere ser leído. Ese mundo interior que
vivencian los personajes los hace tan únicos como tremendamente visceral
resultó su composición: el relato en primera persona no es otra cosa que el
autor poniéndose en la piel de otro a quien ha modelado, a quien ha formado
desde la nada como a un hijo y con quien interactúa más allá de la ficción.
El propósito que lo guiaba [al mago] no era
imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con
integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Jorge Luis
Borges.
“Las ruinas
circulares”.
Impresionante
cita en la que Borges nos descubre una figura retórica cuya implicancia termina
siendo una ruptura de la lógica del relato en tanto ruptura de los distintos
niveles narrativos que, sin embargo, siguen una relación de entrecruzamiento:
la metalepsis. También como en “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar,
el hombre que lee la novela es el protagonista de la novela que lee. En De
joyas y guerreros, y a lo largo de las tres novelas que la componen, hay
presente un juego metaléptico persistente en diferentes niveles:
a)
Entre los propios
personajes (William puede leer su propia historia… y no solo él);
b)
Entre los personajes
y su autora;
c)
Entre la autora y
sus lectores.
Y
aquí me detengo, pues no quisiera proporcionar spoilers de manera innecesaria:
los lectores merecen más respeto que eso.
Hay
en la saga un cierto desorden aparente, como es fácilmente observable. Sin
embargo, al avanzar la lectura puede apreciarse cómo cada pieza narrativa ocupa
su lugar dentro del entramado de la ficción representada. En este sentido, cabe
mencionar una cuestión imprescindible a la hora de comprender el trasfondo
subyacente en cada novela: ¿Cuál es el límite entre la ficción y la realidad?
¿Cuándo la verosimilitud deja de serlo para convertirse en el mundo que nos
rodea cuando leemos un libro? Mover el relato para que, a su vez, este mueva la
percepción que el lector tiene de la realidad es el objetivo presente en cada
uno de los tres libros que componen esta historia, pero es, tal vez, más
apreciable en El reloj de péndulo se
detuvo a medianoche.
Esto
último, plantea el problema de la recepción de la obra en una sociedad en la
que la misma acción de leer a veces está en riesgo. El trabajo de
construcción/deconstrucción del lector ideal, creo yo, comienza por el propio
autor. Es decir, que es necesario que uno mismo conozca a fondo qué tipo de
lector es para poder vislumbrar qué tipo de lector busca, aunque ambos no
necesariamente deban coincidir. El siguiente paso consiste en conocer, de la
mejor manera posible, a los diferentes tipos de lectores, esto es, los que se definen
por su pertenencia o no a los distintos grupos etarios, sociales, lingüísticos,
culturales, etc. para, de esa manera, contribuir con su necesidad de encontrar
un estilo literario que los satisfaga. Ahora bien, ¿hasta dónde un escritor
debe escribir para vender más? O, mejor, ¿se debe escribir para unos pocos? Esa
respuesta es altamente debatible, por supuesto. Personalmente, hago prevalecer
en mí el placer por la creación libre, pero me reservo el proceso de corrección
exhaustiva, de relectura creativa que determina la forma final de un relato que
buscará la complicidad final de su lector: un lector atrevido capaz de
adentrarse en el juego literario y que no sea un mero espectador de historias
ajenas.
Acierto
mimético, nivel catártico, identificación emocional, análisis estructuralista o
estética de la recepción: no importará el enfoque con el que se aborde una
historia pero la fruición literaria es casi una obligación cuando el relato lo
pide a gritos ya sea porque los personajes nos enamoren o porque sus historias
se transformen en parte de la historia del mundo tal como nos gustaría que
fuera. Después de todo la ficción es eso: un modo de vernos en un espejo más o
menos distorsionado, y cuál es la imagen de nosotros que queramos ver en él.
[1] Estudié
Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la
Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Sobre Andrea V. Luna
Escritora, novelista, guionista... Profesora en Letras
Realismo Fantástico
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