- Presentación en la Universidad Nacional de La Plata - (De) codificando "De joyas y guerreros, la saga". Apostillas.

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(De) codificando
De joyas y guerreros, la saga.
Apostillas.

Por Andrea V. Luna

 Divagaciones

 Seguramente este escrito termine siendo un caos, pero no es algo que me preocupe demasiado, por ahora; y es que considero que todo hecho comunicativo comienza siéndolo: una mélange indefinida de ideas sueltas y palabras danzantes que parecen nunca alcanzar para expresarlas. Por suerte o como efecto de un entrenamiento adecuado, nuestro cerebro procesa, casi al instante, las diferentes variables léxicas, gramaticales, sintácticas, semánticas, estilísticas, etc. que nos permitirán armar la frase que consideramos más apropiada para tal o cual momento y que mostrará nuestro nivel de adaptación al mismo. Hasta allí, el campo de estudio preferido por los psicolingüistas. Disiento en que el hecho literario les pertenezca también, puesto que la Psicolingüística busca respuestas al dilema de la adquisición y utilización del lenguaje, y no creo que la producción de Literatura pueda tenerlas.
En este sentido, consideremos cuántas definiciones de Literatura  rondan en nuestras cabezas: ¿dos, seis, diez? ¿Más, tal vez? Todorov, Kant, Jakobson, Borges, Piglia… “Literatura es todo aquello que se lee como Literatura” sentenció un profesor en mi primera clase en el viejo edificio de la Facultad[1]. Teóricos y autores no se ponen de acuerdo en si es un arte, un juego, una función psicológica…o, tal vez, una patología. Y está muy bien que sea así. Porque acaso haya tantas definiciones de Literatura como lectores, escritores y teóricos encontremos en la historia humana. Ficción o no ficción, compromiso social, placer estético o necesidad testimonial, la Literatura se yergue al frente de esas emociones palpitantes e inexplicables que producen placer o no, armonía o no pero sí una necesidad inexplicable de querer siempre más.
En medio de la enorme versatilidad del hecho literario, de la teoría, de la crítica, de la hermenéutica y de la semiótica, se encuentran el escritor y su mundo interior.

Desde adentro.

 Debo admitir algo: odié mucho a una profesora de la carrera (obviamente, no la mencionaré aquí ni a la materia que dictaba) el día que nos pidió hacer un trabajo extravagante… ella lo llamaba “La cocina literaria”. En él teníamos que plasmar el procedimiento, la “parte de atrás”, el cómo habíamos realizado una monografía. Por supuesto, no estuve de acuerdo con ello: si lo hubiera llamado “la cocina investigativa” todo bien, pero eso de “literaria” me hacía ruido porque me significaba un proceso de escritura más asociado a la producción, justamente, de un texto literario y no a otra cosa. De alguna manera, eso intento hacer ahora.
[...]

¿Por qué escribir una novela? Supongo que por necesidad argumentativa. Me explico:
Hasta ese momento me definí siempre como cuentista y, muy ocasionalmente, exploraba la poesía. Sin embargo, entrando en el juego de “¿Qué pasaría si…?” descubrí algo aterrador: el argumento que había imaginado no cabía en un cuento. Por supuesto, lo primero que se siente (al menos eso es lo que yo sentí) es frustración. Y la razón es simple: uno cree que no será capaz de estar a la altura de lo que se espera: y eso no significa solamente poder contar una historia sino hacerlo de un modo apropiado, de la manera que los demás, y que uno mismo, esperan. ¿Por qué? Porque supuestamente uno se ha formado para eso. El conocimiento de las diferentes técnicas literarias, de los géneros, de los estilos, de la dialéctica y una larga lista de extras es invaluable… pero también conlleva un gran riesgo, porque trae consigo un bagaje teórico muy grande, muy de élite, pero la teoría no es la práctica: haber estudiado mucho no convierte a nadie en el escritor que desea ser.
Cuando las ideas, la inspiración o las Musas de los poetas nos atacan sin control pueden pasar solo dos cosas: que huyamos de ellas o que les hagamos frente. Yo opté por lo segundo. Entonces, demasiados años de estudio y de enseñanza terminaron siendo nada; porque, a veces, solo sirven para entorpecer las cosas. ¿Cómo iba a hacer un plan de trabajo con una idea que siempre iba fluctuando? Lo intenté, de verdad lo hice… pero lo deseché casi de inmediato porque me había dado cuenta de algo importante: el fantástico, planteado como yo quería, no admite ataduras. Por lo tanto, hice algo impensado: traté de no intervenir y dejé que los propios personajes fueran los arquitectos de su propio destino. Me había dado cuenta de otra cosa: yo no había pensado un argumento, sino que había dejado nacer primero a los personajes y las relaciones interpersonales entre ellos.
La idea original fue concebida para Pedro Nampëlkan y sir William de Stonestep y qué ocurriría con semejante encuentro: ¿un mapuche renegado del s. XXI y un caballero inglés del s. XVII que buscaba a su dama? Yo pensé en un cuento, lógicamente, pero ellos decidieron con quiénes querían andar la ruta de su propio argumento y sus intrincados mundos interiores. Sin que me diera cuenta, habían dictaminado mi orientación hacia el realismo fantástico en una novela que, después de todo, les quedó chica.

Realidad, fantasía y verosimilitud: La metalepsis como necesidad narrativa.

 Tzventan Todorov define a la literatura fantástica como aquella cuya explicación oscila entre la realidad y la sobrenaturalidad y que, por lo tanto, está en un delicado equilibrio; tanto como lo pueda ser ese momento de duda del lector. Otras definiciones hablan de la irrupción poco factible de un hecho inexplicable en nuestra cotidianeidad. Todas, a su modo, son definiciones correctas. Sin embargo, hay más: el realismo mágico tan nuestro como el chocolate, no cuadra en estas enunciaciones simplemente porque toma ese hecho sobrenatural como algo inherente a la naturaleza del continente americano. Una magia que nace y fluye y se describe como hechos y cosas pero siempre desde afuera de los personajes porque lo central pasa a ser el escenario en el que se mueven. Por allí rondan Carpentier, Lezama Lima, Rulfo, García Márquez y tantos más, y lo hacen de una manera magistral, por cierto, pero yo no podría atarme a esas reglas. De hecho, no puedo atarme a ninguna.  Por lo tanto, cuando me preguntan si escribo realismo mágico respondo simplemente que no.
Dije antes que lo mío era más un género mixto que se denomina “realismo fantástico”. Esto es, tomar la realidad que nos rodea, plasmarla con el mayor tinte de realismo posible y, en ella, insertar un acontecimiento que los personajes no puedan explicar ni por la razón ni por el conocimiento académico, sino que la situación empírica en la que se ven inmersos los lleva a buscar otros rumbos, a simple vista, irreales aunque ellos mismos no puedan aceptarlos ni estén dispuestos a hacerlo. En este caso, y como ya he mencionado varias veces, los personajes son centrales… por lo pronto, sus vivencias, sus creencias y sus sentimientos son los que prevalecen en el relato y lo llevan adelante. Es por esto mismo, que mis textos abundan en cambios (a veces abruptos): pasan de una primera persona a otra, luego van a un narrador en tercera persona que termina siendo fingido, y entran en el juego con los sentimientos y sensaciones del lector. Por eso aparecen, distintas variantes discursivas como irrupciones líricas, fragmentos de investigaciones teóricas, mensajes de texto, y entradas del Archivo General de Indias entre otras. De alguna manera, cada acontecimiento nos dice cómo quiere ser contado… cada momento del hecho literario, nos indica, también, cómo quiere ser leído. Ese mundo interior que vivencian los personajes los hace tan únicos como tremendamente visceral resultó su composición: el relato en primera persona no es otra cosa que el autor poniéndose en la piel de otro a quien ha modelado, a quien ha formado desde la nada como a un hijo y con quien interactúa más allá de la ficción.
El propósito que lo guiaba [al mago] no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Jorge Luis Borges.
“Las ruinas circulares”.
Impresionante cita en la que Borges nos descubre una figura retórica cuya implicancia termina siendo una ruptura de la lógica del relato en tanto ruptura de los distintos niveles narrativos que, sin embargo, siguen una relación de entrecruzamiento: la metalepsis. También como en “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, el hombre que lee la novela es el protagonista de la novela que lee. En De joyas y guerreros, y a lo largo de las tres novelas que la componen, hay presente un juego metaléptico persistente en diferentes niveles:
a)       Entre los propios personajes (William puede leer su propia historia… y no solo él);
b)      Entre los personajes y su autora;
c)       Entre la autora y sus lectores.
Y aquí me detengo, pues no quisiera proporcionar spoilers de manera innecesaria: los lectores merecen más respeto que eso.
Hay en la saga un cierto desorden aparente, como es fácilmente observable. Sin embargo, al avanzar la lectura puede apreciarse cómo cada pieza narrativa ocupa su lugar dentro del entramado de la ficción representada. En este sentido, cabe mencionar una cuestión imprescindible a la hora de comprender el trasfondo subyacente en cada novela: ¿Cuál es el límite entre la ficción y la realidad? ¿Cuándo la verosimilitud deja de serlo para convertirse en el mundo que nos rodea cuando leemos un libro? Mover el relato para que, a su vez, este mueva la percepción que el lector tiene de la realidad es el objetivo presente en cada uno de los tres libros que componen esta historia, pero es, tal vez, más apreciable en El reloj de péndulo se detuvo a medianoche.
Esto último, plantea el problema de la recepción de la obra en una sociedad en la que la misma acción de leer a veces está en riesgo. El trabajo de construcción/deconstrucción del lector ideal, creo yo, comienza por el propio autor. Es decir, que es necesario que uno mismo conozca a fondo qué tipo de lector es para poder vislumbrar qué tipo de lector busca, aunque ambos no necesariamente deban coincidir. El siguiente paso consiste en conocer, de la mejor manera posible, a los diferentes tipos de lectores, esto es, los que se definen por su pertenencia o no a los distintos grupos etarios, sociales, lingüísticos, culturales, etc. para, de esa manera, contribuir con su necesidad de encontrar un estilo literario que los satisfaga. Ahora bien, ¿hasta dónde un escritor debe escribir para vender más? O, mejor, ¿se debe escribir para unos pocos? Esa respuesta es altamente debatible, por supuesto. Personalmente, hago prevalecer en mí el placer por la creación libre, pero me reservo el proceso de corrección exhaustiva, de relectura creativa que determina la forma final de un relato que buscará la complicidad final de su lector: un lector atrevido capaz de adentrarse en el juego literario y que no sea un mero espectador de historias ajenas.
Acierto mimético, nivel catártico, identificación emocional, análisis estructuralista o estética de la recepción: no importará el enfoque con el que se aborde una historia pero la fruición literaria es casi una obligación cuando el relato lo pide a gritos ya sea porque los personajes nos enamoren o porque sus historias se transformen en parte de la historia del mundo tal como nos gustaría que fuera. Después de todo la ficción es eso: un modo de vernos en un espejo más o menos distorsionado, y cuál es la imagen de nosotros que queramos ver en él.




[1] Estudié Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.

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