Bloqueo, bloqueo... ¡bloqueo!

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¡Qué horrible situación! Me encuentro aquí, sentada frente a la portátil intentando decirle a mis dedos que comiencen a escribir algo que mi mente se niega a dictar. Acabo de descubrir, por las malas, qué se siente padecer bloqueo de escritor.

Las definiciones psicológicas de esta dolencia son bastante tediosas, pero rondan siempre en la idea de la imposibilidad de crear con fluidez, de escribir coherentemente o, inclusive, de generar ideas reduciendo al mínimo la capacidad de uso de la propia imaginación, todo esto, por supuesto, pulcramente clasificado en no menos de diez variantes.  La verdad, admito que no me importan y no, tampoco las “infalibles” recetas para curarme. “No, no y no”, me he repetido hasta el cansancio, “yo no soy del montón”. Y nada, acá estoy, completamente en cero.
¿Cómo sucede una cosa así? Ni idea. Posiblemente tenga que ver con un proceso similar a un duelo interior: he terminado de escribir mi novela y me niego a dejar ir a mis maravillosos personajes, a los cuales amo como si fueran mis manos o mis ojos… les he visto crecer, madurar; tienen cuerpo, rostro (¡Y qué rostro algunos!), alma, carácter y se han convertido en una realidad que trasciende mi propia existencia. Aún no decido si soltarlos es darles vida propia o comenzar a olvidarlos… y el olvido es el inicio de la verdadera muerte. Sin embargo, nadie remplaza un hijo por otro sino que cada nacimiento multiplica el amor de una madre o de un padre de un modo exponencial y absolutamente inexplicable. Creo que esto último será la respuesta para sanar esta dolencia.
Veo, ahora, que la pantalla del ordenador me devuelve un documento en blanco. Tímidamente coloco un título: me gusta. El siguiente paso será crear sin olvidar la historia de mi propio progreso. Soy quien soy y, de esta aceptación, nacerá una nueva historia.
Ustedes me dirán, con el tiempo, si he podido superar este trastorno que me ha tenido a mal traer.


Andrea V. Luna

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