Nunca me gustaron los felinos y los aborrezco con todas mis fuerzas desde que mi papá y yo fuimos atacados por un puma.
Por alguna razón, los pequeños detalles se me olvidaron. Supongo que los médicos dirían que fue “estrés postraumático” o algo así. Lo cierto es que tardé varios meses en recordar los hechos de una manera más o menos organizada y hoy puedo enumerarlos tan solo como una lista y no mucho más que eso.
La vida en la estepa patagónica nunca ha sido fácil: demasiado frío en invierno, demasiada sequía en verano. El suelo es estéril y la vegetación, escasa y casi no sirve para nada: la leña solamente se puede encontrar en algunas que otras raíces y para alimentarse… bien, se siente hambre cuando cabras y ovejas a duras penas sobreviven la seca. Mi padre es lonko[1] y mi familia ha estado asentada a la orilla de un arroyo de temporada durante algunos cienos de años, lo que nos permite una vida algo mejor… pero esa vez, mis hermanos estaban famélicos. Entre el viento, el polvo y la falta de agua no es fácil salir de caza… y encontrar qué cazar, tampoco: seguramente alguna que otra mulita; con ayuda del destino algún ñandú; con más, alguna mara. Aquel día no hubo suerte, ni nada. Él y yo estábamos solos en algo así como un viaje iniciático… yo era muy niño todavía, era la primera vez que tenía un arma en mis manos y estaba muy ansioso por tener algo para contar: a mis hermanos más chicos, a mi madre y a mis amigos cuando comenzaran las clases de nuevo y me fuera a vivir a la ciudad. La noche llegaba con toda su arrogancia sin que yo hubiera podido hacerme con una presa y, ante mis ojos y los de otro, sin haberme convertido en un real heredero de mi estirpe guerrera. No quería regresar con las manos vacías y así se lo hice notar a mi guía, y él me entendió… a la luz de una luna casi llena y envuelto en la única manta que llevábamos, me dormí.
Me despertó un grito como de guerra, un rugido espantoso y la descarga de un arma… pero no sé si fue en ese orden. No recuerdo mucho más: el animal mordía a mi padre en una mano, recibí un zarpazo, disparé… y comimos puma los siguientes días. Sé que lloré mucho, sé que me dolía mucho, sé que aún tengo las garras marcadas en mi hombro y sé que me hice hombre… y uno importante: a los ojos de mi padre, yo era un héroe “en frasco chico”.
Sobre Andrea V. Luna
Escritora, novelista, guionista... Profesora en Letras
reseña
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